Algo dentro de mí se estruja con fuerza, grita y duele. Acelera mi pulso. Siento cómo quiere abrirse paso entre mi carne.
El corazón late como si fuese verano; aunque es invierno y, entonces, sé que sólo se trata de una sensación térmica creada por mi sangre, esta sangre densa de mujer rotunda que dentro de mí galopa.
Estoy a punto de morir, lo sé. Lo que siento dentro mío me ha tundido durante años y hoy, se manifiesta con fiereza. Todo este paroxismo se asemeja a lo que sentía al verte cuando aún te amaba; pero ahora ya no estás y en este instante yo muero con este intento por abolir el tiempo y volver a mí, cuando aún era yo y tenía los ojos grandes y luminosos; no como ahora que se me apagan junto con los latidos que se agolpan sórdidos en mi pecho, tanto que puedo sentir cómo retumban en mis oídos tratando de precipitar la sangre en mi cabeza como si la vida me hubiese dado la vuelta.
Sí. Ahora todo tiene sentido. Muero. En este instante estoy muriendo y lo único que me produce esta sensación de irrealidad, como si estuviera totalmente sumergida en un sueño profano, es la máxima comprobación de que estoy viva o, en algún momento, previo a esto, lo estuve.
Siento en toda yo ese dolor de estar viva: no hay piedad, ni compasión y se extingue el tiempo junto con mis latidos que trastabillan.
La sangre se me desparrama por dentro. Ese líquido vital que ahora me liquida. Me ahogo en ella y me hago subterránea en mí misma. Trasboco. Me entierro en mi propia carne y sangre, con mi voz que de a poco se coagula.
He dejado mi existencia atrás y me quedo estática, paralizada como en un mal sueño que de tanto misterio no te deja respirar.
Ya no grito, ya no duelo, ya no sangro. He llegado al punto de no retorno. Me vuelvo secreta. Las palabras y el cuerpo se me descomponen. Evoco:
Diálogo… Monólogo… Silencio.
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