Él pudo advertir lo que pasaría con una frase mientras me miraba caminar certera a mi destino; pero no lo hizo, se quedó mirándome ir hacia allá con todos mis deseos y esperanzas, con mis ganas de “ahora sí, con éste sí”. Me miraba cerrar lentamente la puerta vestida con mis mejores ropas, el olor a perfume y mis bragas negras de encaje, tratando de convencerse de lo dicho, de creer en esa imagen descrita de aquel a quien quería, esperando igual que yo, que sí me fuese dado todo lo que, antes sus ojos, merezco como nadie.
Él lo sabía todo de mí, mis sueños, miedos y aspiraciones, mis ganas de amanecer con un café y una persona a mi lado cada mañana. Por eso me dejo ir y me miró desde la ventana andado con paso apresurado sobre las calles húmedas de lluvia, esperado que volteara hacia atrás y dijera un adiós con la mano y una sonrisa de chiquilla en los labios. Jamás lo hice.
Al cabo de segundos ya había desaparecido de su horizonte, invitándolo a sentarse despreocupado en el sillón pequeño de la sala esperando mi regreso sólo para saber que todo hubiera estado bien o, en el peor de los casos, verme cruzar el marco azul de la puerta con el rímel corrido y la dignidad destrozada.
Normalmente él optaba por pensar lo mejor y vernos por la madrugada sentados en la mesa del comedor charlando sobre mi aventura y riéndonos de los pequeños infortunios de la noche para, finalmente, terminar rendidos, entregados al cansancio y despedirnos con un beso de buenas noches.
Compartimos la incertidumbre de tenernos entre los brazos, con la idea clara de que estamos sin estar y de que todo sería mientras dure; pero sin atormentarnos, sin reclamos, expectativas o promesas; más que llegar por las noches hablando de lo común del día mientras nos quitamos el sueño y las ropas para entregarnos a un beso que permanezca el mismo tiempo que los fluidos y terminar sintiendo los cuerpos vacíos y la piel erizada.
Las horas pasan y, ante sus ojos, el fondo del mundo cambia de los tonos azulados a los rojo eterno que acompañan nuestras noches. En su mente gira mi imagen con la infinidad de veces que he cruzado esa puerta con la ilusión bien puesta en los ojos y los latidos acelerados. Un desfile de disfraces que terminarán en el suelo de un hotel junto con mis creencias y mis sueños.
Se escuchan suaves pasos en el séptimo piso, la musicalidad de un juego de llaves con viejo listón de seda. Entra la llave y la puerta se abre. Él indiferente apenas si gira la cabeza para verme. Lo sabe todo por la lentitud de mi cuerpo, aquella que algunas veces ha experimentado en otras circunstancias conmigo sobre las sábanas mojadas.
No hay palabras, sólo un húmedo beso para quitarme la bolsa, el suéter y el frío de afuera. La ducha está lista y con familiaridad desnuda mi frágil cuerpo. Se le escurre la ternura entre los dedos mezclada con la calidez del agua de la bañera.
Sus besos cubren aquellos lugares de mi cuerpo donde sólo hubo esperanza, me desvanezco en sus labios ansiosa de sentir su erección entre mis piernas, a veces quisiera que mi cuerpo no cediera tan fácil a sus deseos que también son los míos aunque busque fuera lo que ahora llevo dentro.
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