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Foto del escritorRaquel Ayala

Kinetoscopio

La ciudad hacía una pausa en silencio en la memoria de sus habitantes y entre el estruendo de nuestras soledades, la oscuridad de nuestros recovecos emanaba las vicisitudes de hacer lo correcto.

Bajo el cielo citadino sin estrellas, la breve distancia entre los cuerpos resguardada la voz bufante de nuestros sueños, un tren de vivencias, recuerdos y un nebuloso porvenir.

El mundo nunca fue tan copioso como aquel que guardabas en las líneas de tus manos; en aquellas en las que pienso, sin querer, y en las que, sin querer me resguardaba al amanecer.

Tras las primeras muestras de amanecer nunca supimos si el magnetismo de las manos eran un efecto etílico en nuestra visión o había magia en esto de coincidir.

En lo abyecto del tiempo, el silbato del tren fue el fortuito mensajero que delimitó tu ausencia en aquellas madrugadas de frío donde tras ocho kilómetros de distancia me convertía en el viento de tu voz.

El encuadre se dio después, tras tres veranos y diez estaciones del metro donde pudo pasar de lo que sea; pero todo se encapsuló en la adrenalina de un beso y la cercanía de los cuerpos.

Habíamos tomado, entre los jirones del viento, un camino donde no había retroceso y sin duda avanzamos con rumbo fijo hacia el: “Mientras dure” del hilvanado del tiempo.

Las lunas madrugadas que nos acompañan se embriagaron del amor observando el colapso de nuestras soledades, no había más historia que permanecer en la electricidad del instante y lo inefable de la sombra que marcara nuestra oscuridad.

La hora mágica de los días se enmarcan por los aconteceres de la madrugada.


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