Desconozco si lo sucedido tuvo un inicio reconocible. Sólo recuerdo que, de un momento al otro, tus labios y los míos se quedaron pegados con agua, sabor a cerveza y una historia inconclusa en la piel.
Tal vez fue mi hastío, mi alma suicida y el llamado a la aventura. Aún así, nunca pude disfrutar del café de tus ojos durante la noche. La vida me obligaba a que fuésemos, únicamente, un amor diurno con café y el desayuno antes de las doce y cerveza después de la una. Nos recorría por la sangre el amor juvenil, la inquietud de los besos y el secreto de lo que bajo la tela sucedía.
Nunca tuviste mis noches y los atardeceres te pertenecían a ti, tratando de completar, tal vez, lo que por las mañanas no cedía. Tampoco hubo despedida o un hasta luego, desaparecimos, aunque yo deseaba tenerlo todo. Las charlas de la mañana, el calor de la tarde y tus caricias al anochecer; al final se quedaron las ganas y la ilusión de lo que hubiese sido.
Durante años se me quedó grabado el tono de tu piel y el ansia de sentir de nuevo tus pensamientos. Desapareciste tras los días, las semanas y los años. El amor se nos mudó lejos, tras los kilómetros de polvo y arena; pero con expectativas más largas que mis sueños, aún con el anhelo evidente del reencuentro, de que, algún día, sin saberlo, por casualidad te aparecieras frente a la puerta jurando amor eterno.
En esa vida todo el tiempo fue verano en mi piel. La adolescencia había terminado hace mucho tiempo junto con esa vida que se quedó contigo. Luego, justo cuando había dejado de desearlo, finalmente, apareciste.
Esa noche te reconocí de inmediato entre las cucarachas y el calor. Éramos los mismos que sin promesas se encontraban como desconocidos. Hubo un saludo y un adiós como despedida, tal vez un suspiro de aliento de una mejor vida sin el fantasma de ti, que al final no era lo que yo quería.
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