Afuera, la vida amanece. En los pasillos, las calles y los locales el son de los pasos vagabundos de la madrugada comenzaban a acompañarse de otros más pequeños y torpes o de otros más estrepitosos.
Dentro, los rayos del sol se van colando poco a poco entre las cortinas de la habitación mientras la brisa de la mañana te despierta a bocanadas de tu falso sueño profundo. Tu cuerpo apenas se mueve, no quieres despertar, prefieres quedarte dormitando un rato más fingiendo que ese día no sería el mismo que el anterior o el que le antecedió a ese.
Afuera, los motores enfurecidos se abren camino entre andares adormilados y murmuros ensordecidos. El sonido de la ciudad despierta.
Dentro, la cálida luz del sol que se desliza lentamente sobre la cama, se extiende a lo largo del cuarto hasta toparse con una gran pared que se alza blanca al fondo, justo frente a la ventana.
El retumbo bufante del tren marca la hora. Una inhalación profunda te reúne un poco las ganas. Sales de la cama, colocas los pies blancos, casi transparentes, sobre el piso de madera; de reojo observas la sombra bajo tus pies que se alarga rotunda hasta terminar allá donde la luz del sol también se extingue.
Te incorporas, tallas tus ojos mientras caminas hacia la ventana para confirmar que la ciudad ha despertado. Te quedas divagando con la mirada un momento, distinguiendo a las cosas y sus sombras en movimiento. Recorres por inercia el horizonte de los edificios y casas, con la luz cayendo de golpe sobre tu rostro, te retiras de la ventana dejando encapsulado en el cristal tu propio reflejo que te mira alejándote hacia un umbral en sombras.
Te paras frente al espejo del baño, sin siquiera darte una leve mirada, abres el grifo del lavabo, cierras los ojos y caes en un ensueño que termina al chocar el agua con tu rostro. Cierras el grifo, tomas una toalla y secas tu rostro mientras tu reflejo serio y tranquilo, te busca esperanzada la mirada sin encontrarla.
Caminas hacia el ropero, el piso cálido te marca el camino. Abres el mueble que esconde tras su puerta un espejo y distintos disfraces para la realidad de afuera. Comienzas a vestir tu piel, en el espejo tu figura resplandece pálida, tus ojos turbios fingen indiferencia, escuchas un leve suspiro sobre tu hombro, tu respiración se detiene, miras hacia atrás esperando encontrar algo, revisas cada detalle del lugar. No hay nada, sólo la sombra bajo tus pies.
Abres la puerta de la habitación, te paras en el marco de la puerta sin soltar la perilla. Tu sombra se escapa escurridiza mientras das una última mirada, como buscando algo que podía ser olvidado; incluso ese lugar con cuatro paredes que, al cerrar la puerta. No será el mismo.
Das media vuelta, cierras la puerta y comienzas a caminar. Sales del edificio. Chocas con la realidad. Todo se ve más grande, más abrumador, más caótico. La gente grita, se carcajea, los autos avanzan lento, los sonidos son más fuertes, ensordecedores, incansables, te consumen.
Llegas al tren, tomas tu asiento cerca de la ventana, miras las cosas pasar tratando de no pensar en nada. El barullo de la gente se magnifica con el ruido metálico del andar del tren. La ventana vibra en oscuros y luminosos intermitentes que revelan y ocultan el reflejo de tu rostro en la ventana. Sientes miedo; de nuevo aquella respiración sobre tu hombro. Vuelves la mirada vacilante, pero no hay más, sólo rostros desconocidos y distantes.
Bajas del tren, recorres las calles ocultándote con la con los ojos puestos en el suelo, mirando tus pies y la sombra que imita tu andar. Respiras el pavimento húmedo, casi puedes sentir el sabor a metal y polución en cada trago de saliva; el estruendo citadino abruma tus sentidos, mientras el entorno sigue su curso.
El ritmo acompasado de tus pasos comienza a sonar con la ciudad, la luz cenital del sol triplica tu sombra, la respiración ya no basta. Te detienes para para poder reincorporarte y volver a ti, quitas la mirada de la punta de tus zapatos, estás frente a una cafetería, miras la entrada, desde afuera se puede contemplar con claridad a la gente que se está adentro al igual que tu propio reflejo que te observa fijamente, como esperando ser descubierto.
Entras, es un lugar solitario, oscuro, descuidado, sucio, con olor a café rancio y humedad. Caminas hasta el único gabinete vacío, tratando de esquivar las múltiples miradas que te juzgan como desconocido. No miras a nadie, te hundes en el asiento a esperar.
Una mesera se dirige hacia ti, pero no dejas que llegue al filo de la mesa; sin emitir ningún sonido y a la distancia le señalas repetidas veces la imagen de un café que se encuentra en el menú. La mesera se detiene, hace unos garabatos en su libreta y camina de regreso hacia la barra y vuelve con tu café.
Observas el lugar, tiene espejos incrustados en las paredes, junto a ti, frente a ti, sobre ti, a la izquierda, en la barra; te miras por todos lados, el bullicio se hace más estridente, el golpeteo constante de los cubiertos en la loza, las risas, los rostros desconocidos que te miran, te reflejas la cuchara, en el acabado metálico de la azucarera, en el café oscuro de tu bebida, sientes de nuevo esa respiración naciendo en tu espalda, una respiración fría que recorre tu cuerpo, miras los espejos tratando de encontrar pero no ves nada.
El miedo te invade, no puedes permanecer más tiempo en ese lugar, dejas el dinero sobre la mesa, tomas tus cosas y sale de prisa del restaurante. Apenas cruzas el umbral se precipita la lluvia sobre la ciudad. Miras cómo tu sombra se ha desvanecido del piso, pero tu reflejo sigue acompañándote en cada charco y en cada ventana, en cada gota de agua, en cada mirada. No dejas de sentir miedo. Corres por las calles. Llegas al tren. Comienza a anochecer. Procuras no mirar. Cierras los ojos. Te sientas. Cubres tus orejas para evadir el sonido. Oscurece. Las luces de los autos se filtran por tus párpados. Oscuro, luminoso. Oscuro, luminoso. Luces blancas.
Luces rojas. Luces amarillas. Murmullos cansados. Cláxones adormilados. Pasos lentos. Una respiración en la espalda. Una sombra intermitente de tu cuerpo.
Bajas del tren, corres hacia tu departamento, de nuevo te persiguen los reflejos, las luces, las sombras. Llegas a tu edificio. Abres la puerta de tu habitación. Prendes la luz. Hay alguien.
Miras por todos lados. No ves nada. El miedo aumenta. Te quitas la ropa mojada. Cierras las cortinas. Apagas la luz. Te metes en la cama. Tienes miedo. Todo está oscuro. No hay más luz.
No hay más reflejo. No hay más tú. Sólo tu cuarto y tu sombra.
Comentarios