Había algo diferente en todo esto. Podría jurar que las cosas no pasaron así por mi cabeza cuando marcaba el paso hacia nuestro reencuentro. Ya tenía guardados, bajo la piel, suficientes restos de amores violentos y de esa desolación que causan los desencuentros.
Estaba en eso de salvarme cuando te vi conduciéndome lentamente hacia mi inexorable destino, con el sonido de mi música como fondo. Quién habría pensado que tras mis días llenos de noche me darías de beber, trasbocando, los días con insolación. Dudé.
Tal vez era otra jugarreta cruel del año bisiesto lanzándome a bocanadas hacia tus brazos disfrazados de sábanas tibias y blancas en un lugar destinado para mi derrumbe; pero mi mirada impávida no mentía, lo prohibido había sucedido bajo los ojos de un satélite espía-testigo-artificial de mi infortunio.
Todo estaba dado, no había más salvación que fundirme en la entereza de tus labios, tal vez yo también lo deseaba en la inquietud de mi curiosidad constante por descubrir los resquicios de tu haber, sabor a licor. Contra toda lógica, me perdí.
Nos reencontramos en un olor a madera, observándonos dentro de la luz cálida que produce el olor a cerveza y tu mirada sabor a indiferencia. Vaciábamos todos los lugares de melancolía, cubriéndolos de ensueño, una razón para estar al resguardo de los recuerdos que no hicieron llegar al momento preciso en esta historia.
Quién habría podido imaginar que, tras mis las horas más oscuras, el sopor del sol llenaría mi vida de eternos e inimaginables amaneceres. La historia se tornó inevitable. Al igual que las otras que le preceden y difieren.
Bastaba una mirada o un roce para una explosión de recuerdos inimaginables y, es que, estábamos abrazados al tiempo, descubriendo nuestro entorno en la niebla, tras las ruinas de nuestras existencias.
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